Tres Tristes Tigres by Guillermo Cabrera Infante
Author:Guillermo Cabrera Infante
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-12-18T23:00:00+00:00
Virgilio Piñera
TARDE DE LOS ASESINOS
Creo a pie juntillas que nadie sabe para quien trabaja. Ese niño, Mornard (aquí entre nos, puedo decirle que su verdadero nombre es Santiago Mercader y es cubano y lo cuento porque sé que todo esto es plátano para sinsonte) vino de México a matar de ex profeso al escritor ruso León D. Trotsky, mientras le mostraba sus escritos para que el maestro los leyera y criticara. Trotsky nunca supo que Mornard trabajaba como un escritor fantasma para Staline. Mornard nunca supo que Trotsky trabajaba como una hormiguita para la literatura. Staline nunca supo que Trotsky y Mornard trabajaban como (perdón) negros para la historia.
Cuando Mornard llegó a tierras aztecas la noche estaba como boca de lobo y sus intenciones eran tan negras como esa noche, buena para arrastrar muertos. El asesino no era, como pasa con los epígonos, un original. Él tiene sus antecedentes históricos, claro y la historia de este valle de lágrimas está llena de violencia. Por eso odio tanto a los historiadores, porque detesto con toda la fuerza de mi alma lo violento. Que parece ser la fuerza motriz de este pequeño mundo en que vivimos. Aunque hay violencias y violencias.
Por ejemplo es cierto que la aristocracia francesa estaba en decadencia cuando la exterminaron la Revolución y Dantón, Marat y compañía. Pero poco antes tuvo lo que se llamó su esplendor dorado, son âge d'or. Ésta es una época que yo me sé del pe al pa, pues no he dejado de leer ni una solita de las memorias que se escribieron por esa época y antes y después y... bueno para no cansarlos con una erudición que detesto como detesto a todos los peritos, etcétera, me sé toditos esos chismes de la Aristocratie Aristocracia que, dicho sea de paso, estaba bien podrida, con el Palais de Versailles que había que abandonar cada seis meses y venir al Louvre, porque escaleras y pasillos y salones estaban hecho un asco, con las heces y las excretas de nobles y aristócratas. Lo mismo pasaba seis meses después con el Louvre. ¿Ustedes sabían que Luis XIV en vez de sacarle una muela el dentista real de aquellos tiempos le llevó un pedazo así de este tamaño del hueso del velo del paladar y el pobre hombre cogió una infección tan grande pero tan grande que tenía una halitosis que no había quien se acercara al Rey Sol por temor a una insolación nasal? Cosas así. Pero esto no justifica jamás de la vida el quiproquó de la guillotina, porque cortarle la cabeza al prójimo no es el mejor modo de curar el mal aliento.
Bueno, volviendo a nuestros carneros... expiatorios. Este muchacho, Mornard, vino a matar al señor Trotsky, que estaba escribiendo sus memorias —con un estilo, en honor a la verdad, que era mucho mejor que el de Staline, Zhdanoff, y los otros. No me extrañaría que lo mandaran a matar por envidia, que crece como verdolaga en el mundillo literario. Sino ¿por qué quiere
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